¿Qué me le echaron a esto?


Debo admitir que estoy pasando por lo que se ha llamado la crisis de los 30 (para aquellos que no la conozcan, se trata de un período de bajo presupuesto socio-emocional que comienza alrededor de los 30 años de edad).
Es como una segunda adolescencia, con la diferencia de que la primera está acompañada de una energía incontrolable emanada de nuestras queridas hormonas, uno se siente confundido, rebelde, enamorado, eufórico, genial, papaupa, sabelotodo y nuevamente confundido. La segunda, también es todo eso, pero quitándole lo rebelde, enamorado, eufórico, genial, papaupa y sabelotodo… ¡Ah! Tampoco podemos contar con las hormonas y su energía.
Las prioridades que no nos dejan en este período tienen que ver con los asuntos espirituales, son los únicos que llegan a tener un valor que reconocemos, aunque tal vez, como en mi caso, se nos haga difícil emocionalmente cumplir con las responsabilidades asociadas a ese campo; pero repito, uno no deja de reconocer que es lo único valioso que existe; todos los demás asuntos que nos confunden son los que hacen que no le demos la prioridad debida.
Lo que más traumatismo nos causa, es ese sentimiento de vulnerabilidad que se tiene al darnos cuenta de que aquello por lo cual luchábamos en el pasado llega a ser como cuando uno el hombre deja de jugar con los carritos de metal que coleccionábamos, que llevábamos a todas partes, que compartíamos con nuestros primos para que estos a su vez nos prestaran los suyos, que era lo único que pedíamos como premio cada vez que sacábamos buenas calificaciones en la escuela. Pero en la primera adolescencia, los abandonamos, se perdieron sin darnos ni importancia ni cuenta… En la segunda adolescencia, en la crisis de los 30, dejar las cosas que nos apasionaban es aún peor, porque uno sí se da cuenta de cuándo dejamos de ser lo que somos, cuando dejamos los gustos que eran parte de nosotros mismos; hasta las chicas que nos llamaban la atención no resultan tan atractivas, no son el objeto de nuestras miradas ni pensamientos; a veces ni siquiera nos importa si nos llegamos a enamorarnos o no; sabemos que es algo deseable y propio, pero no está ya en primer lugar… Ni hablar de los logros profesionales o académicos; ¿a quién le importa tener un diploma de la universidad pegado en la pared? Por lo menos a mi no…
Todo se vuelve aún más confuso cuando se piensa en los errores del pasado, no hablo de los que te dejan seguir adelante a pesar de haber fallado, hablo de aquellos que sabes que te cambiaron la vida, que deseaste sinceramente no haberlos cometido, aquellos que te hacen desear una segunda oportunidad para no cometerlos… son esos errores que dejaron secuelas permanentes en la vida de otras personas; porque si se hizo algo que nos perjudicó individualmente, con eso se puede vivir; pero si afectó a alguien más, te la pasas pensando en cómo compensar a esa persona, cómo lograr pedir perdón de tal forma que se llegue a indemnizar el dolor que causaste, te preguntas día a día en qué puedes contribuir para que todas las cosas vuelvan a su lugar.
En cuanto a las amistades, uno se conforma con el círculo de amigos a los cuales se les debe lo que uno es como persona; ampliar ese círculo resulta en una larga travesía a la que no se está dispuesto a comenzar tan fácilmente, de hecho debe haber buenas razones para hacerlo. Hasta se llega a comenzar a recuperar a aquellos seres queridos que fueron una influencia positiva y confiable para nuestro desarrollo espiritual; tal vez sea una forma de no sentirse tan vulnerable por causa de la segunda adolescencia.
Pero, ¿cuándo termina esa crisis de los 30? No estoy en posición de responder, así como cuando mi primera adolescencia no me dejaba ver la luz al final del camino… Mientras, los que estamos en el club, debemos aguantar la tormenta hasta que pase, para nuevamente ser adultos, responsables, productivos y espirituales.

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